Érase una vez unos engendros…

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Estoy dispersa, como el humo de la calada de un piti, según dicen los macarras, o de un cigar de la risa, como dicen los modernos.

Mi líbido está bajo mínimos, igual que mi cuenta corriente. El alcohol ya no me afecta, ni los camareros me ponen. Ya no estoy alterada por la primavera, ni salida, ni tengo citas con calvitos de gran corazón, ni las historias que me cuentan mis amigas sobre las secretarias viciosas y  las que hacen mamadas a su jefe para asegurar su puesto en la empresa me hacen gracia.

Los test del Cosmopolitan no guían mi vida, ni las recomendaciones de las últimas novedades en bolsos de Glamour me emocionan y hacen que vaya corriendo como loca a la tienda de turno. Tampoco suelto una carcajada maligna con los “Arg” de la Cuore. “Sexo en NY” no es mi referente espiritual.

¿Qué me pasa? Ha llegado ese terrible día que todas las mujeres tememos, es el momento de  embucharse en el bikini, bañador o traje de buzo. Empiezas a sacar la ropa de verano con tus falditas, vestiditos, pareos, camisetas y de repente te encuentras con esas dos piezas… ufff… ¿Qué haces? ¿Te lo pruebas? ¿No? ¿Sí?

Lo dejas encima de la cama y te pones a hacer mil cosas para olvidarte, pero ahí está cada vez que pasas por delante de la cama, desafiándote, cuál duelo entre dos señoras en la sección de oportunidades de El Corte Inglés ante la oferta semanal.

Al final, le echas más valor que un torero frente a los colaboradores del Sálvame, pero el Deluxe que acojona más, te lo pruebas y te paras frente al espejo.

Ahí lloras, pataleas y te acuerdas del listo o lista que inventó la “operación bikini”, pero ¿qué invento es este? De pequeña solo me enseñaron que las operaciones eran en los hospitales, qué había un juego de mesa con ese nombre, y qué en las “operaciones bocata” del colegio recaudábamos dinero para los niños que no tienen.  Nadie me explico que tendría que vivir con está tortura de publicidad, cánones de belleza, operaciones de estética y dietas milagro, ¿por qué tengo que soportar la tiranía de la belleza y la imagen? ¿es hora de una liposucción? ¿dejo mi merienda de nocilla con chorizo? ¿me apunto al gimnasio? ¿el alcohol engorda o es un leyenda urbana? ¿existen las calorías vacias? ¿ a mis amigas les quedará peor que a mí? ¿el vecino del cuarto me mira con ojos lascivos? ¿le invito a tomar una copa? ¿por qué Mario Vaquerizo se empeña en morderse los pómulos?… ¿en qué estaba pensando?… ah sí, en un bocata de jamón con una caña.

Después de este ataque en contra de la superficialidad y de preguntas sin respuesta, me calmo, me calmo, me calmo…ahhhh. Me tomo un lingotazo de whisky, a palo seco, pido perdón a mi queridísima Cosmo, me miro de nuevo al espejo y digo: “¡qué coño!» si me queda genial, se ven más las tetas y el culo, este año triunfo en la playa.

Gafapasta Jones


Tengo resaca laboral. ¿Alguno conoce esa sensación? Es como cuando te vas de marcha con un colega que bebe más ron que Bob Esponja agua de mar y tú para compensar el precio de las copas, que van a ser pagadas a pachas, te lanzas a una carrera para ver a quién le explota antes el hígado. Esto extrapolado a la oficina viene a ser lo mismo: tu puto compañero argentino te quita a la novia gracias a lo sexi de su acento, el comercial de pacotilla de turno te deja sin clientes porque está más ocupado en metérsela a la secretaria, tu jefe te encasqueta a las feas de turno que llegan a la clínica por su propio pie porque el resto de compañeros (que curiosamente están mejor valorados que tú) pasan de rajarlas… En definitiva: una mierda.

A diferencia de la resaca normal, para la que sí existe el mejor remedio inventado por el hombre: el Bloody Mary (o las pastillas B12 para los adictos a las drogas), para este tipo de resaca no vale ni meterse los dedos en la boca a ver si con suerte le vomitas a alguno de esos grandes compañeros en el ojo.

Por eso hoy he decidido comprarme la Men’s Health a ver si, como la biblia de los hombres de bien, me sugiere alguna idea para reconducir mi carrera o de ligar con algún pibón esta noche a la que pueda sodomizar sin que me aburra con sus propios problemas laborales. He rellenado cinco tests y he llegado a la lamentable conclusión de no sé o no quiero contestar con sinceridad a nada y la revista me sugiere que mi mejor opción es optar por una vagina de plástico portátil que al no tener boca, ni oídos, da menos problemas.

Y dicho y hecho. Pero después de meterla varias veces, siento que me falta algo y termino llamando a un 800 para que alguna guarra me susurre cosas obscenas mientras lo hago; lo cual me genera más gasto que salir a emborracharme y emborrachar a alguna para que me haga lo mismo más cerca. Empiezo a pensar que me hallo inmerso en un círculo vicioso y yo solo quiero el vicio…

Román Tico Macarrón